Había una vez un observador de estrellas, que dirigía su mirada hacia lo que vendrá y era conocido por un sonoro nombre de bombo y platillos.
A pesar de su ilusión se encontraba enredado, envuelto en su día a día, un tanto cansado y dando vueltas a su corazón rodeando el mismo sitio. Un día, nuevamente sintió que quería avanzar, que quería caminar hacia delante. El universo, al que tanto observaba, lo percibió y le puso la oportunidad a su alcance en forma de viaje inesperado. Se enteró que un grupo de aventureras iban a emprender un largo viaje, arduo y mágico. A ellas les vendría bien compañía, así que la propuesta surgió espontánea y natural.
¡El momento era ahora! Debía darse prisa con los preparativos, así que se aprovisionó con todo lo necesario para su viaje; un nuevo petate para llevar las cosas, una cantimplora para paliar la sed, ropas de peregrino para caminar cómodo, pequeños ungüentos para asearse y un imprescindible saco de dormir.
Informó a sus seres queridos que marcharía por una temporada, dedicó a la despedida todo el tiempo que hizo falta y con lo que le sobró hizo su petate, meditó y se subió a este tren que lo llevaría a una nueva aventura.
El grupo ya había emprendido el Camino, así que debía encontrarse con ellas en un recóndito punto perdido en los mapas. Después de descansar un poco más se percató que el tren marchaba por diferente ruta de la que él creía. El tren al que se había subido estaba a punto de alejarlo del punto de encuentro, para llegar debía bajarse en marcha en lugar de continuar hacia la última parada. Preguntó a un amable lugareño que le confirmó sus sospechas, así como las de sus compañeras que también se habían dado cuenta. Así que con el tiempo justo saltó del tren sobre la marcha.
Ahora debía encontrar una nueva forma de llegar hasta el punto de encuentro. Encontró a un nómada que lo llevó en su carro. Le habló del caluroso clima que se iba a encontrar y de las penurias que les podrían surgir. ¿Qué haces aquí en lugar de estar en la playa? – Le decía en tono alegre y ambos rieron juntos durante su trayecto echándose las manos a la cabeza.
Al llegar a la recóndita aldea y despedirse del afable nómada se dispuso a encontrarse con sus compañeras de Camino. Al verlas quedó impactado por la piel azabache de la aventurera que lo había aceptado en el grupo. Al recibir su abrazo de bienvenida el observador vio en sus ojos el brillo intenso de dos estrellas en la noche. Tenía nombre de flor y de suerte y era una sanadora de almas que percibía todo lo que le rodeaba en el momento. En su muñeca tenía una pulsera que le permitía ver el interior de las personas. Ella hizo las presentaciones y el observador conoció también a la guardiana del conocimiento, que como su nombre indicaba soportaba el peso de la estructura a la que pertenecía y estaba fascinada por la historia pasada.
El observador de las estrellas sintió claramente que la sanadora había reunido al grupo con su intensa fuerza de atracción hasta ese momento presente.
Los habitantes de la recóndita aldea recibieron con osco recelo al extraño grupo y esa tarde un incendio asoló los campos de cereales que rodeaban el lugar. La tensión se palpaba en el ambiente y los campesinos estaban muy exaltados. Esa noche fue tan calurosa que los renos del establo trotaron inquietos, manteniendo en vela a los recientes compañeros.
El gallo cantó a su hora y el grupo se dispuso a emprender el Camino. Descubrieron que para salir de la aldea los extranjeros debían seguir un ritual; dar una interminable vuelta, saludar a las cigüeñas y pasar por la puerta alternativa.
La jornada transcurrió en largas rectas y horizontes lejanos, con historias sobre música para el alma, leyendas de héroes con mirada penetrante y diosas cuya visión lo abarca todo, cuentos alucinantes y el secreto para fluir con el universo.
Todo marchaba estable cuando el grupo se adentró en un campo de girasoles inquietantes. Estos, al sentir la piel radiante de la sanadora se giraron hacia ella atraídos por su luz. Los girasoles querían retenerla para así disfrutar de su piel luminosa, así que extendieron sus raíces para enredarla y atraparla en su campo. La sanadora se resistió, ya que no había girasol capaz de frenarla, pero su pierna izquierda quedó gravemente herida. A duras penas consiguieron escapar y llegar al río para cobijarse.
El viento del este trajo tristes noticias del reino de la guardiana, que la sumieron en un dilema interno que tenía que afrontar por ella misma. Viendo que las dos compañeras necesitaban intimidad, el observador se adelantó al río, se bañó en sus frías aguas y sintió la fuerza de su corriente. Al tiempo llegó la sanadora que alivió su dolorida pierna y se atrevió a nadar en las frías aguas. Junto a la orilla el observador y la sanadora recordaron haberse conocido en una vida pasada y en la puesta de sol la sanadora encontró un eterno momento de paz.
La noche envolvió al grupo y después de que la guardiana se retirase a descansar, el reloj de la luna marcó el tempo mientras el observador observaba las estrellas de los ojos de la sanadora y la sanadora sanaba el alma del observador.
A la mañana siguiente se vieron obligados a abandonar aquel lugar. Un hospitalario lugareño les ofreció la posibilidad de un carruaje, pero la desecharon para evitar llamar demasiado la atención. La sanadora mantenía su pierna maltrecha así que le vendría bien algo más de ayuda si pretendía seguir a pie. Por suerte cerca de allí había un taller de bastones. Si pudiera conseguir uno podría continuar con su viaje. Al visitar el taller encontraron la puerta cerrada, así que, siendo tan temprano, decidieron conceder un poco de tiempo a esperar.
Mientras esperaban escucharon hablar a una simpática posadera que les contó todo sobre aquel lugar y sus gentes. Después de despedirse de ella apareció la ninfa Aurora, un espíritu del Camino que se cruzaba con peregrinos extranjeros y pastores del lugar. Caminaba libre, fluyendo a su antojo por el espacio y el tiempo y ella también había visto el rosto inquietante de los girasoles. Les regaló sus historias sobre cómo vivía aventuras de viajes lejanos, de amores efímeros, de noches en la playa, de hospitalarios pastores, de ogros aterradores y de caminos bajo las estrellas. Y tal como apareció, así desapareció.
Al volver al taller de bastones la puerta seguía cerrada. El tiempo disponible se agotaba, si querían continuar su viaje evitando a los inquietantes girasoles debían partir, así que en el último instante de tiempo que les quedaba fueron a asomarse a la puerta antes de partir y el universo la abrió. La talladora de bastones justo acababa de llegar, así que pudo tallar los bastones que necesitaban para poder seguir el Camino.
Se aventuraban a la parte más infame del viaje. Un desolador paisaje interminable con innumerables peligros. Debían alcanzar la encrucijada a partir de la cual solo podrían seguir hacia delante. Los girasoles inquietantes estaban por todas partes y como una plaga iban sembrando la muerte por la zona. Los escurridizos topos no pudieron escapar de su veneno y sus cuerpos inertes señalaban su paso.
Los tres caminantes fueron capaces de tornar los peligros en aventuras y mirando más allá descubrieron la belleza oculta de esta región maldita.
La guardiana del conocimiento mantenía su vista atrás y poco a poco el sentido de sus pasos iba dando la vuelta hasta que, alcanzada la encrucijada y el punto de no retorno, se despidió de sus compañeros para regresar a su reino. La decisión llevaba tiempo tomada. Volvía a dónde permanecía su corazón. Buen camino.
La sanadora y el observador continuaron hacia delante y vieron espejismos y pasaron por oasis, hasta finalmente llegar a un nuevo pueblo escondido. Se trataba de un pequeño pueblo de tránsito en el que pudieron descansar. El observador se lesionó sin saberlo por andar mirando hacia delante y tener la mente atrás. Esa noche los dos compañeros de camino compartieron mesa y vivencias con una familia de viajeros. La sanadora disfrutó de la cena compartiendo y escuchando.
El día siguiente les duchó la lluvia y tuvieron que improvisar unas capas con lo que les ofrecieron para poder protegerse del agua. Cruzaron la estatua del rey que fue obligado a jurar y cuya historia estrechaba lazos parentales del observador.
Ese día el observador se puso en manos de la sanadora, la cual utilizo sus poderes para desnudar su alma. La herida era profunda y antigua y la sanadora tocó fibra, lo que desmontó por completo al observador, que se sintió expuesto ante ella como pocas veces se había sentido. El llanto, como la lluvia del día, alivió el dolor y limpió la herida para que pudiera cicatrizar.
Sus pasos los llevaron hasta un puente sobre un río, dónde se encontraron con un pescador. La sanadora intento hablar con él, pero el hombre se encontraba en conexión con el fluir del río bajo él. Su mirada se perdía en la corriente y jamás llegó a responder a la sanadora, cuyas palabras fueron arrastradas por el sonido del río en ese momento.
Una distancia abismal separaba a los caminantes de su destino en la ciudad del León, las heridas sufridas eran considerables y las excusas ofrecían una salida fácil, pero por encima de las penalidades y los temores estaban las ganas de continuar juntos, de andar y de compartir el Camino. Así que, sin saber hasta dónde llegarían se dispusieron un alba más a caminar.
Ese día mostraron sus esperanzas y sueños, sus listas de deseos, sus confesiones y sus almas rotas. Compartieron comida y anécdotas con otros peregrinos del Camino, una caminante solitaria que se llevaba bien consigo misma y una pareja de compañeros que habían encontrado sentido en el Camino. Sus sonrisas fueron una buena despedida.
Habían caminado lo que habían podido y llegado tan lejos como su escaso tiempo les había permitido, así que el universo les guardaba un merecido regalo en la ciudad del León para poder descansar mejor. Disfrutaron del cielo nocturno y desearon una estrella fugaz. Con la mirada en el cielo nocturno llegaron a una cueva donde pasaron la noche. Al despertar el observador vio que en la cueva había un pozo y se adentró en el en busca de la sanadora. El pozo estaba oscuro y el observador sintió el calor de la sanadora. Ella se encontraba en silencio y con los ojos cerrados. Él se quedó a su lado durante el tiempo que se tarda en recomponer un alma, hasta que la sanadora abrió los ojos que, como dos estrellas, iluminaron por fin el pozo.
Durante el Camino el observador experimentó los beneficios de saltarse el des-ayuno, que el universo pone a tu alcance lo que necesitas, que las cosas ocurren cuando ocurren y que el secreto está en la mirada.
«Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace el camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante no hay camino
sino estelas en la mar.»